jueves, 29 de septiembre de 2011

La sequía

I


En el fondo de tus ojos: Detente.



Arroja los caracoles pues el mar se ha ido, toma ventaja y ata tus tobillos a esos ojos negros de perro húngaro.

Poco a poco se cierran los tuyos, caminas lento, vuelas y no hay luz, no te espera ningún rostro familiar, ninguno desconocido.

Sus patas te arrastran, no te aprietan el cuello ni la yugular: te quiebran.

Sucede que desapareciste, pero nadie sufrió el peso.

Te acerca el hocico, sus babas calientes te acarician el pelo y lo senos, su aliento de mariposa se repliega en tu ombligo y te pega las pestañas.

Despierta, no estás soñando.

Te empuja hacia las salamandras y no duele, te pasa la lengua y no hiere, te orina la boca y no calienta: el infierno no es suficiente, nunca eficiente.

Levanta el humo, tendrías que doblarlo en dos, quizás en cuatro.

Su cola de pelos rizados se enreda en tus piernas hasta que brota sangre bajo la piel. Ahora las separa, te las abre en pausas y encaja sus colmillos hasta que ya no queda rastro.

Te unta sus lagañas, te ladra un poco y te deja tirado: porque ella es la muerte y tú no vales nada.



II


Murmura un rato en mi oído roto, no sueltes mi pierna porque duele.



Las hiedras que cubren lo alto del patio se absorben en tu piel plateada y los fantasmas desaparecen de golpe.

Sentémonos en la mesa del té a beber recuerdos: mi memoria fenece de a poco bajo las aguas que te encierran inquieto.

Aquel sombrío árbol escupe pájaros sobre mi rostro y el aire de sus alas se lleva la calidez de tu aliento.

Estamos fríos porque es invierno, pero la luz fluye constante pues está dentro.

Si bajas las escaleras te abrazaré transparente, calentaré el rescoldo verde que escurre suavemente.

¡Vamos hacia la vida, que nos persigue la muerte!



III


Se cayó hacia arriba y se levantó hacia abajo.

Se contó los dedos y solo le restaban cuatro.

Se arrancó los dientes para llenar los espacios.

Se tendió en el fuego para descansar un poco.

Somos dos porque somos uno, porque somos todos y todas.

El lenguaje de la muerte se comunica con tus pies sedientos, el lenguaje de la vida me rechaza las manos purulentas.

Hablaste de las plumas en la almohada, él habló de los cántaros de agua.

Hablé de las heridas sangrantes, ella habló de la tierra.

Cantemos una ronda, tomémonos las manos:

Devoremos las granadas antes de que nos exploten en la boca, toquemos nuestros cuerpos antes de que las lápidas caigan en nuestras tumbas.



IV


Te deshilas los cabellos y ella se deshila las carnes. Te lavas en la fuente y ella en tu sangre.



Comulguemos un momento con estas sombras que caminan bajo tus uñas cansadas de rascar la tierra: no puedes salir.

Afuera vuelan todas, alguna se posa en el árbol más cercano y asusta al niño aquel, siniestra. La gente no te llora, llora su fragilidad posible, el pie que se tropieza. Te llora esa mujer que vivió contigo, a quien no quisiste entregarle el alma porque querías trascender. Piensa que te has ido y tú no puedes decirle nada: no grites, tus labios están sellados.

Abajo corre el agua que ya no has de beber y que contiene tu semilla humillada. Los topos te roen el abdomen, los barrenadores de que te hablaron hierven en orgía sobre tu sexo. Alégrate del instante, de la calidez de su saliva: sé amable, no tienes aliento.

Adentro las horas desgastadas, el animal sediento. Se acercan a ti y te jalan el cabello, te desmenuzan las uñas y te tragan los ojos yertos: no llores, se secó tu alimento.

Escucha tus latidos apagarse, disfruta los picotazos que te rompen lenta y monótonamente. Recuerda que te cobija la tierra húmeda como los brazos de la miel caliente: sí, sabemos que estás vivo, pero nunca lo diremos.

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