lunes, 28 de febrero de 2011

De azares y azahares

Juan y Lucía veían las estrellas todos los días, se preguntaban si podían en ellas leer lo que les deparaba el azar con forma de azahar.
Lanzaban ajonjolí por la ventana en espera de la fortuna que les prometía la abuela en su aljuba blanca. Lo que Juan y Lucía no sabían era que los cuentos que les contaba la abuela no eran más que eso: cuentos que el abuelo de ella -un viejo alfayate- le había contado hace muchos años. De él sólo sabían pues todavía jugaban con su antigua adarga; correteaban como si estuvieran en una gran alcazaba, cuidando siempre la zaga con ramitas que metían cuidadosamente en la aljaba a modo de flechas. La abuela los regañaba cuando los sorprendía, aunque bien sabía que su abuelo jamás fue almirante alguno.
Los domingos almorzaban fuera, en el jardín, entre las matas de alhucema, pues decía la abuela que los sabios comían así. Lucía se escabullía mientras Juan discutía con la abuela sobre algún tema baladí. Corría a probarse el alhate que su abuela escondía en el joyero, soñaba con ataviarse para salir de viaje con el muchacho que vivía en la casa de enfrente: un gandul, pero no cualquiera, uno que sabía encantar con la mirada, con esos ojos azules y ese tonto un tanto meloso que se escuchaba en su voz al recitar versos de la mar.

(Claro, mi tarea de arabismos)